Desde hace un tiempo a esta parte, lo que
comenzó siendo un blog de opinión en el cual publicaba algunos artículos
defendiendo los derechos de la comunidad GLBTI, se ha transformado
paulatinamente en un espacio cada vez más inactivo.
Lo reconozco y es que ya no estoy involucrado
como activista o columnista para algún medio de comunicación virtual. A algunos
lectores les habrá entretenido leer mis columnas de aquellos viejos tiempos. Sin
embargo, ahora no veo mucho el sentido de defender algo como una posible ley de
matrimonio igualitario si lo cierto es que las diversas esferas de esta
sociedad aún no están preparadas para ella.
Tampoco puedo culpar a quienes desde la
heteronormalidad impuesta, se oponen rotundamente siquiera a aceptar la
homosexualidad como una orientación sexual reconocida por la medicina y alejada
de ser opción, desviación o incluso enfermedad. ¿Cómo culparlos si casi a
diario vemos una ridiculización mediática de lo que se percibe como
homosexualidad? No falta algún programa de televisión donde se pone al gay cual
loca de patio o promiscuo enfermizo.
Ciertamente en otros tiempos he protestado
contra esta caricaturización que sólo contribuye a aumentar la discriminación
ejercida socialmente sobre el homosexual que no es promiscuo, frívolo,
afeminado ni consumista. Como minusválido además, conozco desde dentro la
experiencia de ser discriminado aunque para ser franco y lo más justo posible,
también debo agradecer que en todos los entornos donde me he desenvuelto antes
y ahora, encuentro gente que no tiene ningún reparo en integrarme.
Empero, cuando alguien discrimina a un
homosexual, sea por la razón que fuere, cosificándolo casi al punto de culparlo
por su orientación, tengo sentimientos encontrados desde mi antigua perspectiva
y la actual.
En primer lugar, jamás me ha gustado proferir
juicios morales sobre nadie, porque defiendo el derecho al libre albedrío y
aunque alguien determinado tenga una conducta que para nosotros es reprochable,
no somos los llamados a apuntarle con el dedo ni marginarlo.
Nuestro deber como seres humanos es ser
empáticos y reconocer en el otro a un igual, más allá de cualquier diferencia
ideológica o cultural. A fin de cuentas, son éstas principalmente las que nos
llevan a cometer el error de pensar que nuestro modo de vida es el correcto en
todo sentido mientras que los otros están mal. Tal vez podamos creer y actuar
con plena convicción defendiendo nuestra manera de abordar la existencia, pero
no debemos atropellar a los demás ni pretender imponerles forzosamente un
parámetro conductual.
Esto ha ocurrido innumerables veces a lo
largo de la historia, desencadenando desastres tales como los horrores del
Santo Oficio y el Holocausto. Siendo seres pensantes y seguramente la especie
más evolucionada del planeta, en al menos seis mil años deberíamos haber
aprendido algo así.
Es bastante fácil cometer el error de opinar
contra cierto grupo o conducta desde la ignorancia. Por lo general discriminamos
sin haber experimentado ningún caso ni conocer a alguien que lo haya hecho.
¿Cómo podemos entonces tachar de “anormal” a alguien que durante toda su vida a
lidiado contra la crueldad social, enseñada prácticamente desde la cuna?
Es fácil encontrar a un niño que sin siquiera
saber limpiarse los mocos, anda de arriba abajo llamando “maricón” a un par que
sea más sutil o sensible. Entonces, obligamos desde la infancia a aceptar un
prototipo masculino completamente alejado de las conexiones emocionales,
incapaz por ejemplo de criar solo a un hijo en el futuro, negado totalmente a
asumir sus frustraciones y anulado en términos de responsabilidades afectivas
con respecto a la fidelidad, porque si no existe un contrato matrimonial de por
medio, el hombre occidental se siente libre de fornicar con cuanta mujer se lo
permita.
Tal vez antiguamente era bien visto que un
hombre heterosexual fuese rudo, descuidado en su aspecto personal y práctico. En
otras épocas el hombre debía ser entrenado desde pequeño en las artes de la
guerra y aunque con el tiempo los conflictos bélicos requirieron cada vez menos
fuerza bruta y más estrategia gracias al avance tecnológico armamentista, algo
de ese salvajismo prevaleció inalterable en el ADN masculino, conservando
siempre un rasgo cavernario en nuestra civilización, por avanzada que sea. De ahí
se desprende que pese a las campañas estatales lanzadas para combatir la
violencia contra la mujer, ésta siga siendo en mayor o menor grado centro de
desahogo para algunos hombres que aún ahora ven como permitido el maltrato
físico, psicológico o emocional ejercido sobre sus parejas.
Vemos en los noticiarios cada vez con mayor
frecuencia informes sobre asesinatos brutales de mujeres, por celos. Ante esto,
no puedo evitar preguntarme: ¿Seremos acaso objeto de nuestros impulsos
animales o es que la sociedad en su conjunto nos retrotrae a un modelo varonil
ya caduco hace tiempo? No olvidemos pues que como sociedad, hombres y mujeres
nos autoimponemos modelos conductuales considerados normales, aunque en el
fondo no admitimos del todo nuestra necesidad de restringirnos.
Si fuésemos por la vida dando rienda suelta a
nuestros impulsos más básicos, seguramente no tendríamos algo muy diferente de
lo actual. En la Antigua Grecia por ejemplo, cuando la filosofía dio origen a
diversas ramas de pensamiento, una de las más polémicas fueron los Hipócritas,
quienes solían masturbarse públicamente si sentían deseo sexual por alguien que
vieran transitar y con ello decían: «El mundo sería mejor si pudiésemos
satisfacer el hambre frotándonos el estómago, como calmamos nuestro deseo al masturbarnos».
Hoy existen altos índices de violaciones en la vía pública pues parques,
estaciones del tren subterráneo y acampados son sólo algunos escenarios
frecuentes para estos radicales delitos.
En la Antigua Roma, ningún banquete era tal
sin la orgía de cierre, a la cual los romanos llamaban Fiestas Dionisiacas
mientras que los griegos las conocían por Bacanales… Actualmente tenemos este
tipo de eventos difundidos por internet con lenguaje bastante sugerente aunque
sin caer en la vulgaridad extrema.
¿A qué voy con todo esto? Es simple. Aunque nuestra
sociedad esté llena de normas y restricciones contra las minorías sexuales o de
cualquier otro tipo, siguen dándose fenómenos iguales a los de hace milenios
porque tenemos un sistema capitalista, corrupto y de doble moral que subraya
las diferencias como defectos pero esconde bajo la alfombra aquellas obvias
alteraciones que aún tácitamente, todos aceptamos.
No educamos a nuestros niños para aceptar
cualquier diferencia integrándola a un universo igualitario de respeto común. Más
bien les enseñamos los conceptos de normalidad y anormalidad desde lo que debe
reprobarse sin conocerse, restando total importancia al valor humano y
potencial que pueda tener un disgriminado desde su niñez. Creamos así una
sociedad enferma, donde los ciudadanos aparentemente normales en público, son
capaces de las mayores aberraciones estando en privado.
Nuestra única conducta indiscriminada es la
discriminación, irónicamente. Desde la infancia somos concientizados para
estereotipar a las personas que conoceremos durante nuestras vidas, dándoles
valores subjetivos como si pudieran medirse con exactitud. Decimos erróneamente
y desde la ignorancia más absoluta que la homosexualidad es una enfermedad y de
paso, subestimamos por completo la remota posibilidad de que el amor verdadero
entre dos hombres o mujeres sea posible, como si tuviésemos tecnológicamente la
facultad para medir los afectos.
En este afán de contraponer lo aceptable a lo
reprobable, prescindiendo de las necesidades intrínsecamente humanas desde un
punto de vista emocional, hemos subvalorado la empatía hasta dejarla reducida
al mero concepto figurante del diccionario. Al mismo tiempo, hemos provocado
que esta sociedad sea producto del constante avance y retroceso, marcando el
paso inútilmente.
Nos esforzamos por alejar a nuestros niños de
todo aquello que pueda corromper su inocencia y dejarles huella. Sin embargo,
los padres no vigilan qué mensajes reciben sus hijos a través de medios
comunicacionales. Éstos, pudiendo estar cargados de un erotismo enfermizo, dan
como resultado jóvenes que apenas a los quince años ya son padres, queriendo
aprender lo placentero del sexo visto en alguna película pornográfica pero sin
poner igual atención a las consecuencias que puede tener una vida sexual activa
sin precauciones. Hoy en índice de contagio de ETS es escandaloso, porque hemos
convencido a nuestros adolescentes de que la abstinencia, el condón o la pareja
única son conceptos tan viejos como el granito y sin valor. Ni hablar de
sugerirles el sexo dentro del matrimonio, porque en Occidente este vínculo
pierde cada vez más credibilidad.
Hoy es increíble ver cómo los padres de
aquellos niños reaccionan estupefactos al enterarse de un embarazo no deseado o
el contagio de una Enfermedad de Transmisión Sexual (ETS). Sin embargo, olvidan
que mientras sus hijos eran educados por los medios o la calle, ellos dejaban
la vida en un consumismo desenfrenado que no les daba tiempo para mantener las
relaciones familiares.
Hasta ahora mi artículo ha permanecido
completamente desprovisto de intervenciones religiosas porque no es mi afán
reducir este mensaje sólo a un sector de la población marginando al resto. También
he intentado mantenerme neutral con respecto a posiciones políticas
específicas, pues no pretendo abanderarme por tendencia alguna como seguramente
podría hacerlo con pleno derecho alguna figura pública que a diferencia de mí,
sea líder de opinión y tuviese intereses por alguna postura.
En segundo lugar, me compete aclarar el por
qué no soy partidario del matrimonio igualitario en una sociedad como ésta, la
chilena. Comúnmente vemos a la comunidad GLBTI luchando por sus derechos, pero
nunca loshe escuchado hablar de deberes.
Es como el infante que, completamente
ignorante de la vida, habla de los Derechos del Niño para manipular a sus
padres pero jamás habla sobre estudiar o ser respetuoso con los mayores.
¿Quieren tener una ley de matrimonio
igualitario? Pues bien, lo dije antes y lo digo ahora: dense a respetar, dejen
de anteponer los intereses consumistas y frívolos por sobre el derecho a ser
respetados. Exijan sólo aquello de lo cual serán capaces.
¿Para qué quieren matrimonio igualitario si
siguen frecuentando bares, discotecas y saunas con el afán de conseguir sexo
casual? Muchos dirán que cada cual tiene la facultad de hacer su vida como se
le dé la regalada gana y tal vez sea cierto. Empero, estas palabras son dichas
por los mismos que predican el derecho a la igualdad.
Me ha tocado conocer sujetos que recorren
toda la Marcha del Orgullo Gay exigiendo sus derechos, pero en cuanto me doy
vuelta, son promiscuos y no reconocen en la estabilidad emocional un bien para
la mayoría. Dicho de otro modo, los gays en este país habrían ganado se derecho
al matrimonio igualitario hace muchos años si nuestros gobernantes no vieran en
algunos homosexuales la caricaturización gay mediática personificada.
Quizás mis palabras caigan en oídos sordos,
pero debo decirlo antes de morir. Como parte de la sociedad, es responsabilidad
de la comunidad GLBTI integrarse plenamente, dejando de lado los guetos
autoimpuestos con los cuales se perpetúa la segregación social y discriminación
tan aborrecidas.
Comiencen a darle más importancia a su
espiritualidad y menos al consumismo obsesivo. Gasten menos dinero en material
pornográfico y más en algunas buenas novelas. Frecuenten más teatros y menos
saunas. Usen internet para promover obras sociales y dejen de tomarse
fotografías desnudos para colgarlas en páginas de contactos personales. Asistan
a ver danza contemporánea en lugar de un espectáculo de bailarines desnudistas…
Ya nadie les cree esa excusa de ir a aquellos sitios para buscar pareja
estable.
Por último, pero no menos importante: si
hablarán contra la discriminación de minorías sexuales, primero deben predicar
con el ejemplo. ¡No discriminen entre ustedes! Tal como las mujeres
heterosexuales buscan al Príncipe Azul durante su adolescencia, muchos
homosexuales sólo se involucran con hombres guapos, sanos, asiduos al gimnasio,
cosmopolitas, solventes y profesionales. Todo lo que esté fuera de ese rango,
para ellos no sirve. ¿Acaso no se han mirado al espejo? ¿No han visto que son
personas normales? Por si no lo saben, al igual que el Príncipe Azul y el
hombre ideal, el gay ideal no existe y sólo es un chivo expiatorio que muchos
usan para continuar pululando de discoteca en discoteca o de sauna en sauna
hasta que están tan viejos o solos, como para que nadie quiera quedarse con las
sobras.
Seguramente si el gay ideal existiera como
muchos lo imaginan, estaría tan solo como el resto, porque nadie encajaría con
él debido a que tener una pareja casi perfecta es demasiado agotador.
He conocido algún que otro gay experto en justificar
su promiscuidad y falta de compromiso emocional diciendo que han sufrido mucho
en relaciones anteriormente fracasadas. Ya basta de tanta estupidez. ¿Quién no
ha sufrido por amor? ¿Y acaso eso les da derecho a satisfacer sus pasiones sin
considerar los sentimientos ajenos, considerando desechables los afectos y
contribuyendo así al permanente círculo vicioso?
Las minorías sexuales deben entender, asumir
e internalizar que promulgar una ley de matrimonio igualitario ya sea en Chile
o cualquier otra parte del mundo civilizado, no es un deber de los gobiernos. Más
bien es obligación de la comunidad GLBTI ganarse con constante esfuerzo ese
derecho, no sólo exigiendo o marchando por las calles alegremente, sino
realizando profundos cambios permanentes de actitud que tal vez no sean a corto
plazo asimilados por las viejas generaciones de homosexuales pero sí, podrán
ser incorporadas como sanos hábitos por los jóvenes que realmente crean en la
estabilidad de carácter.
Basta de decir que cada quien puede hacer lo
que quiera. Ése no es un derecho sino más bien, la más pura y básica expresión
del egoísmo institucionalizado. Señoras y señores, cualquiera sea su
orientación sexual, asuman de una vez por todas que nuestros actos tienen
consecuencias siempre. Permanecer indiferentes ante el daño físico, mental o
emocional que nuestro proceder pueda causar en terceras personas, es la
absoluta confirmación de una deshumanización patente y el retroceso en la lucha
por esa igualdad social tan ansiada por los individuos como manoseada por
algunos pocos.
Dejemos a un lado los discursos políticamente
correctos y comencemos a practicar consecuentemente lo que decimos. Contribuyamos
positivamente a una sociedad incluyente basada en el respeto mutuo y una
tolerancia verdadera, que vaya más allá de nuestros propios intereses
individuales, sin ser confundida con un falso derecho al libertinaje.