Falta poco para que cumpla un año
escribiendo la secuela de Síndrome de
Estambul; tan sólo algunos meses y aún ni siquiera llego a lo que podría
considerarse la mitad. Ya superé las doscientas páginas que si fueran editadas,
seguramente se convertirían en el doble. Un ejemplo claro es que Síndrome de Estambul tenía en su
original final unas ciento cuarenta y siete páginas que se convirtieron en
cuatrocientas dieciséis cuando la novela fue publicada.
Escribo de lunes a viernes salvo
cuando debo hacer algún trámite impostergable como acudir a mis controles
médicos, pero me cuesta avanzar aunque tengo clara la historia porque en parte,
es algo que me sucedió. Aunque está narrada como una crónica, siempre he dicho
que mi intención no es transcribir mi propio diario íntimo ni hacer anotaciones
superficiales cotidianas; incluir pasajes que contribuyan a la emotividad
narrativa, las descripciones de cada personaje y situación es sólo una parte
del trabajo.
Debo además, intentar recordar los
sentimientos que tuve en aquellos momentos. Al ser en parte una ficción
autobiográfica, existen personajes que tienen características mías muy marcadas
como el protagonista, quien es diabético y minusválido. Pero por otro lado, me
he dado cuenta de que existen otros con los cuales puedo sentirme incluso más
identificado, como Sofía, la tía abuela rebelde de Sebastián.
Antes me resultaba divertido ver cómo
los personajes adquirían vida propia casi pudiendo hablar por sí mismos siendo
yo un instrumento de su expresión. Pero ahora esto también me ayuda a conocerme
y ver algunos aspectos míos que incluso desconocía. Tal vez ésta sea una parte
del mundo interno que cualquiera puede tener pero poetas y escritores
desarrollamos.
Supongo que eso contribuye a que de
cierto modo, parte de mí se vaya con los lectores y se incorpore a ellos.
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