Quienes han leído el blog, ya saben
que este género literario es para mí una auténtica disciplina, cultivada
durante décadas aunque teniendo cuarenta y tres años no soy viejo o al menos,
eso dicen. En este sentido, es mi obra más extensa. Para ser sincero, no los conservo todos pero recuerdo haber recibido el primero a los cinco
años, como obsequio de mi abuelita materna, que en paz descanse. Tuve otro más
estructurado a los diez, que mis padres me dieron como regalo de cumpleaños.
He mantenido una colección formal
desde mil novecientos noventa y siete con la primera agenda Pascualina que años
más tarde dio lugar a cuadernos, en los cuales he redactado hasta diez
páginas en una entrada.
No es un orgullo pero durante este
tiempo he registrado pasajes muy importantes de mi vida; conocer personalmente
a Tarkan o publicar Síndrome de Estambul y Mi íntima Estambul. Para ambas en
efecto, usé mis diarios como apuntes. También he escrito sobre
mis enamoramientos fallidos, que no es algo agradable de leer pero bueno, son
parte de mi experiencia como las amistades rotas o las personas que de algún
modo han aportado en mi vida.
Las risas y los llantos; todo
reunido me ha llevado a reflexionar profundamente sobre diversos factores que hacen
madurar. Así es como el diario de dos mil fue escrito por una persona distinta
a la de hoy y pese a ello, sigo siendo esencialmente el mismo. Si estuviese
refiriéndome a filosofía, podríamos decir que cada volumen es una progresión
palpable de mi identidad… ¿Pero cómo podemos definir este concepto? ¿Qué nos
proporciona o de qué está compuesta nuestra identidad?
Oscar Wilde, célebre escritor
irlandés y también diarista, decía «Perdona, no te había reconocido. He cambiado
mucho». Era muy ingenioso con los juegos de palabras, no cabe duda.
¿Pero a qué se refería? Si en determinado momento de nuestras vidas conocemos a
alguien, definiremos ciertos aspectos de su personalidad en base a la percepción
que nuestra propia experiencia nos brinde y por ello, erróneamente creeremos
que al pasar el tiempo, se tratará de la misma persona sin importar cuántos
años nos hayamos distanciado. Dicho de otro modo, la identidad se compone de cuanto
somos en esencia y las circunstancias que nos afectan.
Heráclito postulaba que la identidad está
constituida de aquello inmutable y lo cambiante; una propuesta debatida entre permanecer
estático o en movimiento pero entonces, determinar qué aspecto cambiamos
exactamente, ¿el todo o una parte? Aristóteles al contrario, separó la
sustancia de los accidentes pero entendiendo ambos factores como elementos
constitutivos de la esencia que nos permite ser.
En su reflexión, Wilde nos enseña que
el tiempo y la distancia son dos elementos circunstanciales responsables no
sólo del cambio ajeno sino además, del propio en relación con la identidad. Si mi
entorno cambia inevitablemente, una y otra vez, dando pie a reencuentros con
alguien que hace años formó parte de mi cotidianeidad, ya no puedo decir que
nos conocemos porque aunque en la práctica sea cierto, según la metafísica
tanto ese individuo como yo no somos del todo los mismos que al principio de
nuestra pausada relación.
Con respecto al tema que desarrolla
este artículo, el irlandés dijo: «Nunca viajo sin mi diario. Uno
debería tener siempre algo sensacional que leer en el tren».
¿Era pedante? Tal vez, un poco, como todos a nuestro particular modo. Pero por
otra parte, es lógico deducir que si registras la evolución de tu identidad y
las mutaciones del entorno, resulte terapéutico además de entretenido leer
aquellos cambios, imperceptibles en lo cotidiano.
Y sí, ser diarista es en sí una
práctica terapéutica porque te permite desahogarte en la página u otro soporte
de tus conflictos y con ello, superarlos a largo plazo, casi sin darnos cuenta.
Es una forma entretenida y económica de dejar atrás el pasado, conservar los
buenos recuerdos, desarrollar el aspecto reflexivo y conocernos a nosotros
mismos.
¿Cuánta gente va durante años a
terapia sin notar ningún progreso pagando a la larga, grandes cantidades? No estoy
desacreditando con esto el trabajo de psicólogos pero digo que existen varios
caminos para resolver los propios conflictos y hasta donde sé, algunos terapeutas
incluso recomiendan en ciertos casos a sus pacientes llevar un diario.
¿Pero qué ocurre con todo este
material al fallecer su autor? Cuando un escritor redacta cuidadosamente dicho
registro y lo entrega a un editor para su publicación, se le denomina dietario
pero si los volúmenes son administrados por un albacea literario, podría
tener lugar incluso una publicación inédita. Conocemos los diarios de Kafka por
ejemplo, porque le pidió a un amigo quemarlos después de su muerte y éste,
creyéndolo algo demasiado valioso, obviamente no llevó a cabo su última
voluntad.
¿Y si alguien te pregunta qué hacer
con tus diarios cuando mueras, proponiéndote quemarlos o diciéndote que nadie
querrá ser tu albacea literario? Es un panorama desolador para quien ha llevado
un registro durante décadas. Ignoro si alguna vez, dentro de años, mi obra
llegará a ser reconocida pero sin duda alguna, destruir mis escritos íntimos
sería inaceptable; como si de una manera descarnada se borrara mi huella, mi
existencia en este mundo y con ello, desapareciera mi identidad conformada en
este caso por experiencias, reflexiones, acontecimientos determinantes y
también trivialidades que me humanizan.