Regularmente cuando escribo un artículo en este blog es para hablar sobre
las relaciones y lo mucho que se ha deteriorado el modo de convivir con otros
seres humanos debido a las redes sociales. Sin embargo, hoy quiero hablarles de
algo mucho más importante y que me afecta directamente, pues como muchos de
ustedes ya deben saber después de todos estos años leyéndome, soy minusválido y
uso una silla de ruedas.
Esto último ha dificultado que pueda
conseguir un empleo estable pese a mis notorias capacidades y más aún, que
pueda volver pronto a Estambul por falta de un compañero.
Pero ayer ocurrió algo que me enrostró nuevamente la indiferencia social
ante mi discapacidad. Casi siempre cuando mamá y yo salimos, ocupaos las
estaciones de metro donde hay ascensores y aunque existe por todas partes un
letrero que reza «Uso
preferencial para discapacitados», debemos quedarnos esperando abajo cuando
lo aborda gente gorda y floja que pudiendo usar las escaleras sin ninguna
dificultad, no lo hace.
Durante la tarde, ya regresando a casa después de haber disfrutado una agradable
tarde con mamá y mi tía comprando, abordamos el ascensor en estación Las Rejas,
donde en primer lugar un grupo de personas nos empujó para entrar cuando ya
habíamos subido; estábamos tan apretados, que las puertas no se cerraron porque
el bolso de una mujer quedaba fuera y así lo hizo notar mi tía.
_ Señora, la capacidad máxima es de diez personas.
_ Sí, pero hay una silla de ruedas –dijo mi tía.
_ Eso no tiene nada que ver.
_ El uso del ascensor es preferencial para discapacitados –intervine,
molesto pero sin ser insolente.
_ Cabríamos todos si alguien se sentara en las piernas del joven –me respondió
alguien desde atrás.
Es verdad que la capacidad máxima del ascensor es para diez personas,
paradas. Pero, habiendo dentro alguien en silla de ruedas, el único letrero que
tiene validez dice «Uso
preferencial para discapacitados». Es el colmo que yo en mi condición deba
incluso, soportar el descriterio y la pésima educación de alguien que incluso
existiendo un letrero y una ley, sugiere que deba sentar a alguien sobre mí
para evitar la incomodidad a una persona completamente sana, pero perezosa a
ultranza.
¿En qué clase de sociedad podrida vivimos, para que estando sentado en una
silla de ruedas, no baste como suficiente prueba de que me es imposible usar
las escaleras? No puede ser que esa persona sea tan indolente y no se baje del
elevador.
¿Por qué debo aguantar que alguien me debata sobre mi derecho a ocupar un
ascensor en el metro o cualquier otro lugar? No importa si existen letreros o
leyes, pues es cosa de sentido común que si estás sano, deberías cederle tu
lugar a un discapacitado, un anciano o mujer embarazada.
Tal vez esa mujer fue despedida de su empleo, su novio la cortó o tiene
otro problema. ¿Por qué es asunto mío? Nada de eso justifica que sea poco
solidaria, mal educada y tampoco son razones para cederle mi espacio.
No estaríamos juntos por más que los pocos segundos compartidos en ese
espacio, pero además de buscarnos pelea a mi tía y a mí, ni siquiera tuvo la
gentileza de dar su punto de vista educadamente; de cualquier manera, yo siempre tendría preferencia para usar el elevador. Ahora ni siquiera te saludan y
así como ella tampoco sabe todo el sufrimiento que he pasado por ser
discapacitado, yo tampoco debía investigar su vida para saber la fuente de su
mala actitud.
He sido breve, pero en esta ocasión les pido que por favor no se conformen
sólo con leer el artículo sino que además, lo difundan.
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