Foto: Cuaderno con portada de Estambul.
Elhamdülillah después de dos años y medio escribiéndola,
hoy por fin he terminado en cuatrocientas veintiséis páginas la secuela de Síndrome de Estambul, aunque todavía no
puedo revelar el título escogido de una corta lista porque primero debo registrarla
en el Departamento de Derechos Intelectuales.
La señora Andrea, que me hace terapia con imanes, me
escuchó atentamente mientras le explicaba con brevedad de qué trata el libro y
su respuesta fue muy favorable. Según dijo, escribir durante este tiempo me
sirvió para desahogar los dolores que sufrí cuando perdía gran parte de las
amistades hechas fácilmente poco antes del viaje a Turquía y después.
Sufrí bastante con las intrigas al interior de un grupo al
cual le abrí las puertas de mi casa y le permití compartir la mesa con mi
familia, esperanzado en que esas relaciones serían más duraderas pero como
cualquier ser humano, ignorando cuál sería el desenlace.
Escribir tanto mi diario íntimo como la novela fue
agotador, porque debí traer al presente todo cuanto creí que ya había sepultado
en el pasado y a veces sentía hastío, pero aunque descansaba por períodos, me
propuse terminarla porque mientras los capítulos avanzaban aunque lentamente,
pude darme cuenta de haber mejorado mi capacidad para analizar a fondo las
situaciones que inicialmente vi desde una perspectiva muy superficial,
monocromática y victimizándome pues los demás eran malos conmigo sólo porque sí.
Ahora, mirando las circunstancias desde la distancia, pude
darme cuenta de algunas cosas que ni siquiera veía y así, sanarme desechando el
rencor. Habría sido imposible sin ejercitar en mayor o menor grado la empatía,
pretendiendo comprender si cabía, las razones que tuvieron cada una de esas
amistades para traicionarme, distanciarse o simplemente sacarme de sus vidas
porque ya no les resultaba un aporte.
Elhamdülillah actualmente pienso que lo mejor es tener
lejos a esas personas, porque quise ponerme en su lugar para evitar que
prácticamente todos los personajes de la obra fueran antagónicos pero si me lo
preguntan, luego de aquellas nefastas experiencias –insisto, posteriores al
viaje–, no me arriesgaría a retomar aquellas relaciones ni aunque me pagaran en
dólares, porque cuando la confianza se rompe es muy difícil restaurarla y si
alguien te defrauda una vez, muy probablemente lo hará mil veces.
Además, antes de cortar el lazo, les di muchas
oportunidades para retractarse y no lo hicieron, por lo cual asumí su
indiferencia como una demostración de descariño. Yo aprendí hace mucho que el
amor no se mendiga y aunque cueste, uno debe al menos intentar retirarse a
tiempo para rescatar algo de dignidad.
En la novela el protagonista pierde estas amistades, pero valora
los lazos familiares, se reconcilia con el pasado común a todo su clan y en esa
medida, madura paulatinamente mientras escribe su diario, descubriendo lo que
en esta vida merece realmente destacarse: no aquellas personas quienes se
acercan por interés desde el egoísmo sino más bien, aquellas que siempre han
sido próximas incluso en los momentos más odiosos, pues realmente sienten amor.
Esta novela fue liberadora, porque me permitió sacar de mi
sistema todas aquellas emociones negativas que no me permitían disfrutar el
abundante amor a mi alrededor. Pero no es una obra pesada o depresiva sino más
bien reconstructiva, porque también pude ver que todo es multidimensional y no
hay sólo una manera de abordar cada situación.
Fue un ejercicio trabajoso, porque debí consultar mis
diarios íntimos escritos entre dos mil once y dos mil trece para citar algunas
vivencias rales en el contexto ficticio de la obra que, siendo un poco
autobiográfica, no es exactamente una transcripción de dichos cuadernos porque
debí adaptar las anotaciones privadas a la narración.