En este mundo existen dos tipos de
corazones:
existen los que están abiertos como
la entrada a un hermoso jardín
y aquellos cerrados como la puerta
de una prisión.
A los primeros el amor llega
buscando un hogar
y en los otros, el amor llama sin
que se le permita entrar.
El amor es la fragancia que los seres
humanos buscamos la vida entera,
pero muy pocos encuentran ese
perfume tan exquisito
y algunos prefieren engañar sus
sentidos
con el incienso de la lujuria.
Tanto desea amar el alma humana,
que vaga por el mundo buscando compañía
y a veces,
escucha el susurro de quien le
confunde
con falsas promesas y caricias
vacías.
El verdadero amor es un hermoso
sentimiento
siempre sincero y jamás deshonesto,
refugio de la fría soledad a la cual
tanto tememos,
esperanza en medio de la desolación,
certeza para uno en la incertidumbre
de otros,
lluvia fresca cuando se recorre el
desierto.
Las almas van y vienen sabiendo
esto, pero prefieren cerrar los ojos,
porque amar es un trabajo demasiado
extenuante
que puede durar toda una vida
y aunque el tesoro sea inmenso e
invaluable,
las sensaciones de este mundo
parecen más placenteras,
engañosas, primitivas, pasajeras,
no permiten ver del amor, la
sutileza.
La paz del que ama es comparable a
un árbol,
cuyas hojas se mecen suavemente con
la brisa del verano,
cuyo grueso tronco está firmemente
enraizado,
permitiéndole dar su dulce fruto en
toda temporada.
El deseo es un espejismo entre las
arenas,
una ilusión breve cual mirada
que se marcha tan rápido como llega.
El corazón del amante es una fuente
de agua pura,
donde el ser amado sacia su sed;
una cálida cabaña en cuyo interior
se enciende la leña
para una chimenea que no se apaga.