Para publicar esto lo pensé casi tres meses, dado que no tenía una seguridad plena y siendo sincero, aún hoy temo caminar sobre la cuerda floja.
Sabrán que mi amistad con el Sr. L se rompió durante setenta y dos días, once semanas o dos meses con trece días aproximadamente. En ese tiempo tuve muchas razones para creer que realmente no volvería a saber de él.
Sin embargo, el 1 de marzo me atreví y lo llamé para saber si había sufrido algún daño estructural en su hogar o pérdida personal por el terremoto que afectó Chile finalizando febrero. Casi no pude creerlo cuando contestó muy preocupado, pues quería estar seguro de mi buen estado.
Desde entonces hemos tenido contacto telefónico esporádico o por Facebook, pues lo agregué nuevamente en todos mis directorios. Ahora veo dos extremos: por un lado, luego del disgusto pude seguir creyendo que jamás tendría su amistad otra vez y por otro, hasta hoy no tengo razones comprobables para desconfiar.
Aprendí a conocer muy bien al Sr. L, tanto durante nuestra primera amistad teniéndolo idealizado, como al distanciarnos y darme cuenta de sus reales dimensiones humanas, con virtudes pero sobretodo defectos. Por tanto, espero no equivocarme viéndole desde una perspectiva más neutral, queriéndole sin adorarle. Como amigo del cual sólo esperamos reciprocidad.
Hoy cumple treinta y tres años, la edad de Cristo dirán muchos, aunque todos estemos muy lejos de ser como él. Lo llamé, pero también le escribí para felicitarlo y en mí note lo siguiente:
Creo haber dicho antes que si idealizamos a alguien al punto de esperar hazañas sobrehumanas, somos culpables por nuestra propia decepción. Es como dice mi amiga Carolina: “Si te gusta alguien, todo de esa persona te parece perfecto, incluso las cagadas que hace son irrelevantes. Pero cuando deja de gustarte, te das cuenta del sobrepeso, la alopecia, su inmadurez o cualquier defecto, antes invisible. Sin embargo, no es culpable el otro por ser así, sino tú eligiendo mirar a un lado”.
Debo ser sincero, reconociendo cuánto dudé del supuesto beneficio emocional que me traería su amistad tras tal ruptura, porque siendo humanos vemos el beneficio propio al relacionarnos y esperar que ese individuo a quien queremos, no nos haga sufrir.
Tía María Adriana, experta en sufismo y diversas ramas espirituales, me dijo una vez al contarle superficialmente sobre este sujeto: “Carlitos, nosotros entendemos los afectos desde la ganancia egoísta. Si te hablo del amor, seguramente imaginarás una pareja en plan Romeo y Julieta, pero es mucho más que eso… El amor verdadero e incondicional es muy difícil porque siempre se habla del vínculo entre madre e hijo como ejemplo máximo. Sin embargo, este afecto también puede darse entre amigos, parejas, hermanos o cualquier relación”.
Incomprendiendo aún su explicación le pregunté cómo es posible saber si siento amor de amigo por el Sr. L o simple cariño. Me respondió: “El amor está entendido desde el enamoramiento y el cariño desde la limitación. Pero podemos sentir amor sin enamorarnos de nuestras madres, por ejemplo. El cariño en cambio, se da entre madre e hijo cuando éste último debe cumplir alguna tarea o de lo contrario, la mamá le dice que ya no lo querrá; ése ya no es amor incondicional, sino cariño limitado. En tu caso, sólo podrás saber si sientes amor de amigo o cariño por esa persona cuando decidas si quieres tenerlo en tu vida o no”.
Confundido por el amplio espectro espiritual y casi metafísico que implicaban las respuestas de mi tía, sin pretender divulgar la historia entre toda la familia, le pregunté a Yami. Ella dijo más mundanamente: “Mándalo a la chucha, porque esta clase de huevones no merece la pena y al final, acaba haciéndote daño”.
Disconforme con su consejo o más bien, no queriendo llevarlo a cabo, busqué una tercera opinión en el tío Manolo, quien tiene un punto intermedio entre tía María Adriana y Yami. Creo que fue lo más acertado, pues opinó: “Ten cuidado con esa clase de personas, porque uno nunca sabe cómo reaccionarán. Pero si realmente su amistad te llena, toma todas las vivencias buenas y malas, haciendo un recuento para decidir si ese tipo es tu amigo de verdad”.
Así lo hice, llamándole después del terremoto y enterándome de su preocupación. Aún me pregunto si acaso el Sr. L habría dado señales de vida no habiendo desastre natural o al contrario, aún seguiríamos incomunicados.
Es un supuesto que jamás sabré a ciencia cierta. Como también ignoro si algún día volveremos a vernos o bien, sigue en pie su dictamen de “No creo que nos volvamos a ver. Quizá sólo debíamos caminar juntos dos cuadras y no la vida entera”. Ojo, ahora sé que ambos tenemos una vida además del otro, pasado, obligaciones y temores.
También sé que ya no me hace mal ser su amigo como al distanciarnos, pues le veo desde la otra vereda. Al contrario, pocas veces en mi vida o casi ninguna he conocido a alguien capaz de hacerme madurar emocionalmente padeciendo sus defectos. Gracias al Sr. L pude comprobar cuan humano soy, hasta dónde puedo querer o amar, cuánto me permito disculpar, qué importancia tiene reconocer mis errores y especialmente enmendarlos, cuándo debo detenerme a pensar antes de actuar y cómo cuidar esa amistad tan importante.
Una vez le dije “Te quiero y estaré contigo siempre, pase lo que pase”. En aquel entonces sabía que el afecto es intransferible y sólo puedo dárselo a quien lo despertó inicialmente. Ahora renuevo mis votos amistosos, aún más sincero y maduro, para apreciarle pero sin ser ciego, acusando sus faltas. Desde este punto, acepto a la persona destinada al sitio que el Sr. L no pudo llenar porque le correspondía otro.
Si bien no doy mérito al distanciamiento o la causa y manera de desarrollarse éste, reconozco que fue útil para aprender a lidiar con mis apegos emocionales, defender mi sitio y respetarme como individuo. Ahora por ejemplo, nadie puede darse más importancia de la que yo le otorgue.
Por otro lado, aprendí cuan perjudicial es el extremismo y la importancia de conservar el equilibrio en las relaciones, cualesquiera que sean.
Empero, éste es mérito propio y en lo que al Sr. L concierne, vivir sin su amistad tras haberla experimentado fue duro, como el viaje de Orfeo al Hades pero en este caso, la pérdida no fue total. Podría restarle importancia si jamás hubiésemos sido amigos, como irrelevante es no caminar por mis propios medios, pues jamás pude hacerlo. Pero como con mi diabetes después del dulce manjar probado durante mi infancia o un chocolate, ¿cómo podría serme indiferente la pérdida de esta amistad, con todo cuanto implica, si quedó tan arraigada en mí? Ojalá nunca sea necesario responder esta pregunta.
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