Cuento para el libro "Imagina un Mundo Mejor", de la ONG Infancia Solidaria.
Cuando niños somos capaces de superar las limitaciones impuestas muchas veces, por la sociedad o nuestros propios padres. Así lo aprendió Eduardo Dante, reconocidísimo médico pediatra traumatólogo con basta experiencia en casos de accidentes graves donde los pacientes, inocentes criaturas, llegaban hasta su consulta gravemente accidentados.
Con su esposa, Daniela, intentaron tener hijos durante los dos primeros años del matrimonio sin éxito, sometiéndose a todo tratamiento existente incluso en el extranjero. Cada vez que ella sabía sobre algún paciente del doctor, decía “Yo no soportaría a un hijo inválido”.
Por su parte, Eduardo sentía vacío su corazón y envidiaba a aquellos padres que aún teniendo un hijo discapacitado, eran capaces de sonreír. “No sé si podría amar a un crío en esas condiciones, pero lo intentaría si Dios me hiciera padre”.
Siempre recordaba cómo su padre, el también galeno Rogelio Dante de Salas, lo castigaba severamente para corregir la zurdera que desde pequeño padecía. Con golpes de varilla en las manos, Eduardo aprendió a controlar sus impulsos, volviéndose forzosamente diestro.
De adulto, ser zurdo le parecía tan monstruoso que inevitablemente los problemas mayores eran objeto de su secreto rechazo. Sin embargo, también en privado lidiaba con aquella carencia paternal, deseando transformar todo el resentimiento en ese amor incondicional que sus pacientes sentían.
Daniela, habiendo claudicado a los cinco años, se resignó a vivir con un hombre que en cada silencio la hacía sentirse incompleta, cuando por las noches prefería a veces leer un aburrido libro sobre medicina en lugar de amarla.
Todos los veranos engañaban su soledad haciendo fastuosos viajes a Europa o el Caribe, aunque darían cualquier suma para abrazar un bebé y calmarle el llanto.
Una noche, muy cansado, el médico sólo quería dormir con anhelo de no despertar nuevamente. Estaba triste y agobiado por su vida tan pasajera e insignificante. Nada quedaría de él una vez muerto, nadie visitaría la fría tumba para dejar flores.
“Dios Todopoderoso, te ruego que me quites este dolor. Porque no podré vivir así hasta mi vejez”, oró discretamente, cuidando que su esposa siguiera durmiendo. Ésta sin embargo, sólo conciliaba el sueño cuando exhausta de tanto llorar y suplicar por un hijo, los ojos se le cerraban solos.
Una tarde de sábado a fines de noviembre, mientras miraban la televisión sin darle importancia al programa, Daniela sufrió un intenso mareo cocinando. Como médico, para Eduardo era lógico preocuparse sin existir causas aparentes. Dichos síntomas se repitieron durante los siguientes dos meses y ante la insistencia del marido, la enferma acudió de mala gana al hospital cercano.
Tras algunos exámenes rutinarios, la noticia sorprendió grandemente a estos desolados esposos. Dos meses y medio habían transcurrido estando Daniela encinta.
Durante el embarazo, aunque le costara, Eduardo satisfacía contento los antojos de la futura madre, cuidándola exagerando en ocasiones. Con un nuevo día también alimentaban expectativas, imaginando un hijo fuerte, exitoso, quizás otro facultativo la familia.
A mediados de julio, el panorama tan venturoso cambió radicalmente, pues su primogénito, un robusto varón, tubo problemas en el parto que más adelante, desencadenarían una discapacidad irreversible, condenándolo a usar una silla de ruedas.
Por segunda vez la vida les azotaba sin contemplaciones y debían decidir si afrontaban este desafío o renunciaban al tan anhelado niño dándole en adopción. Él recordaba los castigos del padre y su desesperación por hallarle sentido a la fría existencia mientras ella, absorta en ese dulce rostro sediento de vida, no podía imaginarse otra noche llorando desconsolada.
Era momento para ver si ambos estaban dispuestos a derrumbar aquella barrera y entregarse por completo a este tan perseguido sueño.
Efectivamente, treinta años después Eduardo se halla con canas en su nuca, Daniela hojea un viejo álbum fotográfico donde guarda los testimonios de una familia consolidada y Alberto, aquel enfermizo infante se prepara para inaugurar su propia consulta como kinesiólogo.
5 comentarios:
Gracias Carlos por compartir este relato de esperanza con nosotros. Lo envío a la cordinadora del libro. Un abrazo.
El amor a un hijo sobrepasa todo tipo de barreras, tanto físicas como emocionales, de sueños y anhelos.....
Cariños y gracias....
ke buena gracias.
Me gustó mucho amigo,gracias por compartir:)
Gracias Carlos por enseñarnos que en toda carretera puede haber un destino.
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