Es un día frío en Santiago y mientras muchos regresan a sus hogares tras una larga jornada laboral, aquí estoy yo, en mi habitación escribiendo mientras los recuerdos invaden mi cabeza grata y nostálgicamente, tan vívidos como si hubiesen ocurrido apenas ayer. Las hullas de un memorable pasado son tan perdurables como el grabado en una piedra.
Aún tengo latente el sabor de los mantecados que ella me compraba cuando apenas tenía cinco años o las alegres tardes sabatinas cuando jugaba en su casa mientras esperaba la hora del té. Imposible olvidar aquel cassette de la intérprete hispana Massiel, que me obsequiara siendo apenas un niño.
Es increíble cómo algunas imágenes se acentúan más en la mente, acompañadas de dulces aromas, cuando has querido tanto a una persona que ni el tiempo ni la muerte pueden extinguir ese amor. Nace pequeño y espontáneo, dándolo por sentado en sus manifestaciones diarias... Pero cuando la persona ya no está contigo, notas su evidente ausencia hasta en lo más imperceptible.
Entre aquellos tesoros que inmisericordemente te arrebata el tiempo está un abrazo, una caricia, la tierna palabra que ya no escuchas porque los años silenciaron su voz. Entonces luchas por mantener vivo su reflejo en la retina de tu memoria y cada año una pregunta jamás contestada se escabulle bajo cartas y fotos viejas: "¿Qué diría mi abuelita si me viera hoy?". Para quedar en paz, puedo estar seguro de cuan grande fue su amor, inmortalizándola para quienes siempre le querremos.
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