
Mientras íbamos en camino, me ocurrió algo que nunca antes, pues sentí la extraña culpa de no haber visitado a mi abuelita en su casa durante más de un año y me entristecí bastante. Después me sentí peor, pues de pronto reaccioné recordando que había fallecido y por ello la visitábamos ahora en un cementerio. Fue algo espantoso darme cuenta de que si bien ya no voy a su casa, es porque no la encontraría allí y sentí un vacío..., como si algo me faltara por hacer.
De hecho, si mi abuelita estuviese viva, hoy mamá y yo habríamos pasado toda la tarde en su casa, pero todo cambió.
Acostumbro pasar mis días haciendo distintas cosas que ocupen mi tiempo por triviales que sean, pues aunque estoy cesante, si me detuviera muy a menudo para recordar que mi queridísima abuelita ha fallecido, no pasaría un día tranquilo.
A veces me resulta inevitable pensar en ella y recordarla, especialmente cuando me topo con algo suyo y siento que con su partida muchas cosas cambiaron en mi vida, la mayoría para mal con algunas grandes excepciones... Ciertamente la muerte nos lleva de la mano, pero no somos conscientes de ella hasta la pérdida de un ser querido o nuestra propia agonía.
Quien no me conoce bien, puede verme todos los días haciendo lo mismo sin variar mayormente y hasta río a veces, pero lo cierto es que cuando se te va un ser tan querido como para mí lo es mi abuelita, nada vuelve a ser normal o seguro.
Sería tan fácil si uno dejara de querer a la persona en cuanto se muere, pero por el contrario, el sentimiento queda. Mi abuelita por ejemplo, sollozaba cada vez que recordaba a mi bisabuela Victoria.
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