Mi estado de Facebook hoy rezaba "En el tango de la igualdad social, Argentina dio un paso adelante y Chile al lado", aunque lo borré.
Ayer la nación trasandina aprobó una ley de matrimonio homosexual que increíblemente causó revuelo tanto allá como aquí, aunque en Chile tener esa modificación legislativa sea de momento, imposible.
En mi país la ley reconoce el matrimonio como unión entre un hombre y una mujer, mientras que Argentina se refiere a los contrayentes, sin distinción genérica. Por ello, la comunidad GLBTI chilena sólo podría aspirar a una protección social para parejas de hecho.
Si bien es cierto que algunos compatriotas míos homosexuales se verían beneficiados al poder casarse, establecer el matrimonio gay y con ello, modificar nuestra Constitución, implica además de la tolerancia una transformación conductual profunda que parte desde los propios interesados. Me explico:
Según las estadísticas de divorcio en Chile que contemplan el período 1957-2007 publicadas por ONU y Eurostat, la tasa de divorcialidad alcanzaría a fines del año recién pasado un 3.5, el octavo lugar entre los veinte países con las tasas más altas del planeta.
Sin considerar las causas de la disolución conyugal, debemos tener en cuenta que el matrimonio homosexual constituiría en sí una responsabilidad social además del compromiso emocional que suele destacarse.
Me permito la libertad de citar a Jorge Marchant Lazcano, escritor aquí mencionado anteriormente por su obra "El amante sin rostro", quien comentó en su Facebook que "El 'casamiento civil' entre personas del mismo sexo, -como dicen los argentinos-, es una enorme responsabilidad social. Significa comenzar a crecer como comunidad. Más cultura gay, más lectura, más reflexión, menos discoteques, menos saunas. ¡Qué se note que todos estamos a la altura de las circunstancias!".
En lo personal, como activista, últimamente investigador de esta colectividad para escribir mi nueva novela, habiendo trabajado en el medio y teniendo algunas amistades homosexuales, dudo seriamente que este sector chileno se encuentre preparado para asumir con madurez el cambio requerido.
Claro esta que hay quienes podrían dar la talla, más allá de todo lo que implica estar inmerso de una forma u otra en el ambiente gay.
¿Se tomaría realmente en serio el compromiso que implica un matrimonio, si tuvieran la posibilidad de casarse o bien, sería un arma de doble filo que aumentara a corto o largo plazo el índice de divorcios? En otras palabras, ¿estarían dispuestos a dejar la superficialidad para demostrar que realmente merecen lo solicitado por tanto tiempo?
Resulta obvio que algunos asumen su homosexualidad con una licencia ilimitada para actuar ajenos a las restricciones sociales inherentes, bajo la consigna de libertad individual que muchas veces atropella el derecho colectivo.
Ante esto, puede ser que una ley de matrimonio gay mal implementada o asimilada por una sociedad inmadura, cause el mismo efecto que si a un niño le dan golosinas hasta vomitar.
Nos guste o no, la comunidad GLBTI muchas veces pide tolerancia aún discriminando si algún homosexual incumple ciertos parámetros estéticos o masivamente difundidos y aceptados, pese a su negatividad.
Además, existen como en cualquier orientación sexual, relaciones que se definen abiertas para disfrazar la infidelidad o inestabilidad emocional del compromiso. Si bien esto no necesariamente es aplicable a todos estos vínculos, cabe preguntarse si están preparados para asumir un compromiso conyugal.
De todo esto y más, ¿qué debería cambiar la comunidad gay chilena para tener una ley de matrimonio estando a la altura de las circunstancias?
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