Pocas expresiones de cultura pop han tenido tanto significado durante mi juventud como lo tuvo “Buffy, la Cazavampiros” siendo yo apenas un adolescente. Es que viéndome enfermo y vulnerable, este personaje creado por el genial Joss Whedon me mostró en principio, todas aquellas proezas que no puedo realizar desde mi silla de ruedas.
Se torna desde un principio interesante conocer a este paradigma ficticio de la chica rubia aparentemente superficial que, por diversos motivos, se ve obligada a aceptar un destino único en todo sentido. Así se presenta una líder amazónica, escogida por fuerzas superiores para formar parte del largo linaje místico que lucha no sólo con los malignos vampiros sino también contra diversas fuentes sombrías.
¿Por qué hacer que una rubia aparentemente débil deba convertirse en la versión femenina de Blade? Quizá para Whedon el concepto de doncella en apuros estaba demasiado trillado y con la Mujer Maravilla antecediéndole o Xena habiéndole preparado el camino, Buffy estaba lista para renovar la figura de una luchadora insuperable, transportada a la Edad Contemporánea.
Los anteriores paladines ya estaban demasiado vistos y sus mallas de lycra ajustada marcando paquete no surtían el mismo efecto que en décadas anteriores. Por ello, tener a alguien que vistiese normal e incluso se preocupase del estilo al tiempo que pateaba culos y clavaba estacas, sin perder su femineidad en ningún momento, nos parece tan atractivo como un fetiche.
¿De dónde creen que sale tanto loco llevando estacas en la mochila? Pues de aquel clamor por una fuerza renovada que nos hiciera grabar religiosamente cada semana los capítulos en VHS para repetirnos los golpes, conflictos, estrategias y desventuras como lo habría hecho cualquier griego antiguo acudiendo al teatro para presenciar las adaptaciones que entonces se hacían sobre los mitos fundacionales del mundo.
Y no estoy tan perdido. Quien vea a Buffy como una simple serie, subestima el obvio alcance que tiene con las historias de antiguos héroes. Ella comienza siendo una insignificante estudiante frívola que ignora su gran legado, pero con el tiempo se ve obligada a decidir entre aceptar dicha labor o permitir un desastroso Apocalipsis, tema recurrente en la trama. Al hacer lo primero, no sólo descubre sus asombrosas habilidades, sino además se enfrenta a desafíos propios del camino hacia la madurez y aprende a sostener cargas extremas.
No son sus enemigos, igualmente interesantes, quienes le plantean los mayores desafíos sino ella misma, al estar constantemente poniéndose un ultimátum tras otro, como las pruebas hercúleas que son el perfecto paralelo. Si bien Buffy no carga con un crimen demandándole permanente redención, su mayor lucha es contra aquel egoísmo personal que le hace desear tener una vida normal como cualquier chica, aunque siempre se sacrifique por otros.
Al contrario de la gente ordinaria, Buffy no debe lidiar contra las limitaciones de la carne, sino con el hecho de vivir entre dos mundos que inevitablemente le son ajenos: uno sobrenatural donde existe la fuente del poder que enarbola y otro humano dependiente e incluso frágil.
No tenemos una serie de culto sólo por las fabulosas peleas coreografiadas que concentraron mi atención durante las siete temporadas televisadas, sino también porque la historia se sostiene con los conflictos emocionales y aristas psicológicas exploradas por sus libretistas.
Tanto Buffy como su pandilla e incluso los enemigos reflejaban fielmente los conflictos existenciales del ser humano en cada etapa de la vida. Y para quienes no me crean, puedo darles como ejemplo la progresión que tuvo Willow: estudiante marginada, bruja, adicta a la magia, lesbiana, máxima enemiga de Buffy en una temporada y finalmente diosa. Desde luego, la dependencia que Rosenberg tiene de las artes oscuras es una clara metáfora de drogadicción, hablándose incluso sobre rehabilitación en los capítulos referentes.
Tenemos muchos otros casos en que los creadores hacen un paralelo entre la historia ficticia y los frecuentes problemas enfrentados por adolescentes del mundo entero. Más aún, se puede decir incluso que los personajes desempeñan diversos roles además del aparente, pues Rupert Giles no sólo es el vigilante y entrenador sino también una evidente figura paterna de la heroína. Así mismo, Alexander Harris aunque parezca impotente ante tan poderosos adversarios, es el cable a tierra para una mujer que muchas veces no se siente conectada al mundo o parece incapaz de entablar relaciones.
La historia se ve enormemente enriquecida por otros personajes que aportan a un Buffyverso donde el matriarcado queda establecido desde un principio y durante las temporadas, podemos satisfacernos conociendo también las historias de otras cazadoras anteriores o posteriores. De esta manera, en la última temporada televisiva se exploran los orígenes demoníacos del benigno legado, permitiéndonos sorprendernos.
Aquí se reconoce no sólo la existencia de otras cazadoras sino que además, se reafirma el constante feminismo al luchar todas juntas contra El Primero, entendido como un mal primigenio y masculino. Resulta paradójico cómo en la última temporada transmitida sea Buffy quien determina que ahora el poder no pertenecerá a una única chica escogida sino a cada niña en el mundo deseosa de recibirlo.
Y para mí, que tanto me gusta Estambul, resultó agradable cuando en un capítulo Willow hace mención. Pero casi muero infartado al ver una escena desarrollada en esta ciudad comenzando la séptima temporada con “Lecciones”, episodio donde los acólitos del primer mal matan a una potencial cazadora turca.
Esta temporada aclara muchísimas dudas mantenidas durante las seis anteriores y da paso a un abierto tratamiento de los tabúes que antes se abordaron indirectamente. Las relaciones amorosas entre demonios, vampiros y humanos por ejemplo, son una metáfora de los romances interraciales poco aceptados. Aunque por otro lado, si nos restringimos al clásico vampiro como un muerto, resulta asqueroso considerar necrófila a Buffy por haberse acostado con Ángel y Spike.
En cuanto a este tema, la homosexualidad es un aspecto más del feminismo defendido, pues la primera en adoptar el lesbianismo como orientación sexual fue Willow Rosenberg. Empero, durante la octava temporada, entregada ya en historietas, es la propia Buffy quien mantiene una breve relación con otra cazadora.
Éste fue otro método para que los adolescentes y jóvenes pudiesen identificarse con la historia. Tal vez sea la receta del éxito si se quiere crear una serie de culto. Yo en lo personal, habría preferido ver una pareja masculina teniendo amoríos, porque Andrew Wells era evidentemente gay. Pero parecería trillado considerando el fuerte predominio femenino.
Sin embargo, para mi gusto todo se fue al suelo con el capítulo quince de la sexta temporada, titulado “Tal como eras”, donde se muestra a Buffy como una esquizofrénica internada y la emancipación femenina da lugar a un mensaje completamente adverso: sólo los hombres son verdaderos héroes, pues las heroínas están locas.
Después de esto, los seguidores vimos rota nuestra ilusión debiendo conformarnos con delirios del personaje que a pesar de todo, supo mantener el interés público hasta hoy, cuando se vislumbra una nueva versión cinematográfica, mucho mejor que la esterilizada por Kristy Swanson en 1992. Esta adaptación al cine de la serie partiría desde cero, habiendo trascendido que Warner Bros está detrás del proyecto y ya adquirió los derechos de sus creadores originales, Fran Kuzui y Kaz Kuzui. También se informó cómo participaría el guionista Whit Anderson reinventando la historia e incluso se presume protagonismo de Heather Morris -quien aparece en la serie “Glee”-, aunque por ahora sólo sean rumores.
He de esperar que esta nueva Buffy mantenga el espíritu capaz de cautivar a millones de televidentes y lectores durante tantos años, sin caer en la mediocridad del primer film ni abusando con efectos especiales pretendiendo rellenar. El relato se sustenta por sí mismo así como durante milenios lo ha hecho cualquier héroe prototipo y sabiendo hacerlo, siempre puede sacársele más partido mientras podamos sentirnos reflejados.
Un claro ejemplo es que así como el labrix o hacha doble es símbolo de las míticas amazonas y modernas lesbianas, el arma final usada por Buffy es una mística guadaña. ¿No es acaso curiosa la constante reinvención del mito?
Yo mientras tanto, sigo conservando en perfecto estado la ballesta que papá me obsequió cuando cumplí dieciocho años.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario