«Quien no conoce Estambul, no conoce el amor».

Yahya Kemal Beyatlı.

Comenta en este blog

Selamünaleyküm: No olvides dejar al final de cada artículo tu comentario para el autor de este humilde blog que acabas de leer. Tus opiniones serán tomadas en cuenta para mejorar el contenido en la forma y el fondo.

Si esperas respuesta a tu comentario, debes buscarla dentro de la misma sección del artículo que comentaste. Gracias. Selam.

Carlos Flores Arias – Yahya.

Escritor chileno.

Sobre Facebook

Por favor, si me agregas a Facebook, envíame un mensaje privado diciendo que has visto mi blog, para saber dónde me encontraste. De lo contrario, tu solicitud podría ser rechazada por seguridad. Muchas gracias por tu comprensión.

martes, 26 de noviembre de 2013

A la comunidad GLBTI en particular y la sociedad en general



Desde hace un tiempo a esta parte, lo que comenzó siendo un blog de opinión en el cual publicaba algunos artículos defendiendo los derechos de la comunidad GLBTI, se ha transformado paulatinamente en un espacio cada vez más inactivo.
Lo reconozco y es que ya no estoy involucrado como activista o columnista para algún medio de comunicación virtual. A algunos lectores les habrá entretenido leer mis columnas de aquellos viejos tiempos. Sin embargo, ahora no veo mucho el sentido de defender algo como una posible ley de matrimonio igualitario si lo cierto es que las diversas esferas de esta sociedad aún no están preparadas para ella.
Tampoco puedo culpar a quienes desde la heteronormalidad impuesta, se oponen rotundamente siquiera a aceptar la homosexualidad como una orientación sexual reconocida por la medicina y alejada de ser opción, desviación o incluso enfermedad. ¿Cómo culparlos si casi a diario vemos una ridiculización mediática de lo que se percibe como homosexualidad? No falta algún programa de televisión donde se pone al gay cual loca de patio o promiscuo enfermizo.
Ciertamente en otros tiempos he protestado contra esta caricaturización que sólo contribuye a aumentar la discriminación ejercida socialmente sobre el homosexual que no es promiscuo, frívolo, afeminado ni consumista. Como minusválido además, conozco desde dentro la experiencia de ser discriminado aunque para ser franco y lo más justo posible, también debo agradecer que en todos los entornos donde me he desenvuelto antes y ahora, encuentro gente que no tiene ningún reparo en integrarme.
Empero, cuando alguien discrimina a un homosexual, sea por la razón que fuere, cosificándolo casi al punto de culparlo por su orientación, tengo sentimientos encontrados desde mi antigua perspectiva y la actual.
En primer lugar, jamás me ha gustado proferir juicios morales sobre nadie, porque defiendo el derecho al libre albedrío y aunque alguien determinado tenga una conducta que para nosotros es reprochable, no somos los llamados a apuntarle con el dedo ni marginarlo.
Nuestro deber como seres humanos es ser empáticos y reconocer en el otro a un igual, más allá de cualquier diferencia ideológica o cultural. A fin de cuentas, son éstas principalmente las que nos llevan a cometer el error de pensar que nuestro modo de vida es el correcto en todo sentido mientras que los otros están mal. Tal vez podamos creer y actuar con plena convicción defendiendo nuestra manera de abordar la existencia, pero no debemos atropellar a los demás ni pretender imponerles forzosamente un parámetro conductual.
Esto ha ocurrido innumerables veces a lo largo de la historia, desencadenando desastres tales como los horrores del Santo Oficio y el Holocausto. Siendo seres pensantes y seguramente la especie más evolucionada del planeta, en al menos seis mil años deberíamos haber aprendido algo así.
Es bastante fácil cometer el error de opinar contra cierto grupo o conducta desde la ignorancia. Por lo general discriminamos sin haber experimentado ningún caso ni conocer a alguien que lo haya hecho. ¿Cómo podemos entonces tachar de “anormal” a alguien que durante toda su vida a lidiado contra la crueldad social, enseñada prácticamente desde la cuna?
Es fácil encontrar a un niño que sin siquiera saber limpiarse los mocos, anda de arriba abajo llamando “maricón” a un par que sea más sutil o sensible. Entonces, obligamos desde la infancia a aceptar un prototipo masculino completamente alejado de las conexiones emocionales, incapaz por ejemplo de criar solo a un hijo en el futuro, negado totalmente a asumir sus frustraciones y anulado en términos de responsabilidades afectivas con respecto a la fidelidad, porque si no existe un contrato matrimonial de por medio, el hombre occidental se siente libre de fornicar con cuanta mujer se lo permita.
Tal vez antiguamente era bien visto que un hombre heterosexual fuese rudo, descuidado en su aspecto personal y práctico. En otras épocas el hombre debía ser entrenado desde pequeño en las artes de la guerra y aunque con el tiempo los conflictos bélicos requirieron cada vez menos fuerza bruta y más estrategia gracias al avance tecnológico armamentista, algo de ese salvajismo prevaleció inalterable en el ADN masculino, conservando siempre un rasgo cavernario en nuestra civilización, por avanzada que sea. De ahí se desprende que pese a las campañas estatales lanzadas para combatir la violencia contra la mujer, ésta siga siendo en mayor o menor grado centro de desahogo para algunos hombres que aún ahora ven como permitido el maltrato físico, psicológico o emocional ejercido sobre sus parejas.
Vemos en los noticiarios cada vez con mayor frecuencia informes sobre asesinatos brutales de mujeres, por celos. Ante esto, no puedo evitar preguntarme: ¿Seremos acaso objeto de nuestros impulsos animales o es que la sociedad en su conjunto nos retrotrae a un modelo varonil ya caduco hace tiempo? No olvidemos pues que como sociedad, hombres y mujeres nos autoimponemos modelos conductuales considerados normales, aunque en el fondo no admitimos del todo nuestra necesidad de restringirnos.
Si fuésemos por la vida dando rienda suelta a nuestros impulsos más básicos, seguramente no tendríamos algo muy diferente de lo actual. En la Antigua Grecia por ejemplo, cuando la filosofía dio origen a diversas ramas de pensamiento, una de las más polémicas fueron los Hipócritas, quienes solían masturbarse públicamente si sentían deseo sexual por alguien que vieran transitar y con ello decían: «El mundo sería mejor si pudiésemos satisfacer el hambre frotándonos el estómago, como calmamos nuestro deseo al masturbarnos». Hoy existen altos índices de violaciones en la vía pública pues parques, estaciones del tren subterráneo y acampados son sólo algunos escenarios frecuentes para estos radicales delitos.
En la Antigua Roma, ningún banquete era tal sin la orgía de cierre, a la cual los romanos llamaban Fiestas Dionisiacas mientras que los griegos las conocían por Bacanales… Actualmente tenemos este tipo de eventos difundidos por internet con lenguaje bastante sugerente aunque sin caer en la vulgaridad extrema.
¿A qué voy con todo esto? Es simple. Aunque nuestra sociedad esté llena de normas y restricciones contra las minorías sexuales o de cualquier otro tipo, siguen dándose fenómenos iguales a los de hace milenios porque tenemos un sistema capitalista, corrupto y de doble moral que subraya las diferencias como defectos pero esconde bajo la alfombra aquellas obvias alteraciones que aún tácitamente, todos aceptamos.
No educamos a nuestros niños para aceptar cualquier diferencia integrándola a un universo igualitario de respeto común. Más bien les enseñamos los conceptos de normalidad y anormalidad desde lo que debe reprobarse sin conocerse, restando total importancia al valor humano y potencial que pueda tener un disgriminado desde su niñez. Creamos así una sociedad enferma, donde los ciudadanos aparentemente normales en público, son capaces de las mayores aberraciones estando en privado.
Nuestra única conducta indiscriminada es la discriminación, irónicamente. Desde la infancia somos concientizados para estereotipar a las personas que conoceremos durante nuestras vidas, dándoles valores subjetivos como si pudieran medirse con exactitud. Decimos erróneamente y desde la ignorancia más absoluta que la homosexualidad es una enfermedad y de paso, subestimamos por completo la remota posibilidad de que el amor verdadero entre dos hombres o mujeres sea posible, como si tuviésemos tecnológicamente la facultad para medir los afectos.
En este afán de contraponer lo aceptable a lo reprobable, prescindiendo de las necesidades intrínsecamente humanas desde un punto de vista emocional, hemos subvalorado la empatía hasta dejarla reducida al mero concepto figurante del diccionario. Al mismo tiempo, hemos provocado que esta sociedad sea producto del constante avance y retroceso, marcando el paso inútilmente.
Nos esforzamos por alejar a nuestros niños de todo aquello que pueda corromper su inocencia y dejarles huella. Sin embargo, los padres no vigilan qué mensajes reciben sus hijos a través de medios comunicacionales. Éstos, pudiendo estar cargados de un erotismo enfermizo, dan como resultado jóvenes que apenas a los quince años ya son padres, queriendo aprender lo placentero del sexo visto en alguna película pornográfica pero sin poner igual atención a las consecuencias que puede tener una vida sexual activa sin precauciones. Hoy en índice de contagio de ETS es escandaloso, porque hemos convencido a nuestros adolescentes de que la abstinencia, el condón o la pareja única son conceptos tan viejos como el granito y sin valor. Ni hablar de sugerirles el sexo dentro del matrimonio, porque en Occidente este vínculo pierde cada vez más credibilidad.
Hoy es increíble ver cómo los padres de aquellos niños reaccionan estupefactos al enterarse de un embarazo no deseado o el contagio de una Enfermedad de Transmisión Sexual (ETS). Sin embargo, olvidan que mientras sus hijos eran educados por los medios o la calle, ellos dejaban la vida en un consumismo desenfrenado que no les daba tiempo para mantener las relaciones familiares.
Hasta ahora mi artículo ha permanecido completamente desprovisto de intervenciones religiosas porque no es mi afán reducir este mensaje sólo a un sector de la población marginando al resto. También he intentado mantenerme neutral con respecto a posiciones políticas específicas, pues no pretendo abanderarme por tendencia alguna como seguramente podría hacerlo con pleno derecho alguna figura pública que a diferencia de mí, sea líder de opinión y tuviese intereses por alguna postura.
En segundo lugar, me compete aclarar el por qué no soy partidario del matrimonio igualitario en una sociedad como ésta, la chilena. Comúnmente vemos a la comunidad GLBTI luchando por sus derechos, pero nunca loshe escuchado hablar de deberes.
Es como el infante que, completamente ignorante de la vida, habla de los Derechos del Niño para manipular a sus padres pero jamás habla sobre estudiar o ser respetuoso con los mayores.
El concepto de derecho sin ser acompañado del deber puede llegar a ser extremadamente malicioso.
¿Quieren tener una ley de matrimonio igualitario? Pues bien, lo dije antes y lo digo ahora: dense a respetar, dejen de anteponer los intereses consumistas y frívolos por sobre el derecho a ser respetados. Exijan sólo aquello de lo cual serán capaces.
¿Para qué quieren matrimonio igualitario si siguen frecuentando bares, discotecas y saunas con el afán de conseguir sexo casual? Muchos dirán que cada cual tiene la facultad de hacer su vida como se le dé la regalada gana y tal vez sea cierto. Empero, estas palabras son dichas por los mismos que predican el derecho a la igualdad.
Me ha tocado conocer sujetos que recorren toda la Marcha del Orgullo Gay exigiendo sus derechos, pero en cuanto me doy vuelta, son promiscuos y no reconocen en la estabilidad emocional un bien para la mayoría. Dicho de otro modo, los gays en este país habrían ganado se derecho al matrimonio igualitario hace muchos años si nuestros gobernantes no vieran en algunos homosexuales la caricaturización gay mediática personificada.
Quizás mis palabras caigan en oídos sordos, pero debo decirlo antes de morir. Como parte de la sociedad, es responsabilidad de la comunidad GLBTI integrarse plenamente, dejando de lado los guetos autoimpuestos con los cuales se perpetúa la segregación social y discriminación tan aborrecidas.
Comiencen a darle más importancia a su espiritualidad y menos al consumismo obsesivo. Gasten menos dinero en material pornográfico y más en algunas buenas novelas. Frecuenten más teatros y menos saunas. Usen internet para promover obras sociales y dejen de tomarse fotografías desnudos para colgarlas en páginas de contactos personales. Asistan a ver danza contemporánea en lugar de un espectáculo de bailarines desnudistas… Ya nadie les cree esa excusa de ir a aquellos sitios para buscar pareja estable.
Por último, pero no menos importante: si hablarán contra la discriminación de minorías sexuales, primero deben predicar con el ejemplo. ¡No discriminen entre ustedes! Tal como las mujeres heterosexuales buscan al Príncipe Azul durante su adolescencia, muchos homosexuales sólo se involucran con hombres guapos, sanos, asiduos al gimnasio, cosmopolitas, solventes y profesionales. Todo lo que esté fuera de ese rango, para ellos no sirve. ¿Acaso no se han mirado al espejo? ¿No han visto que son personas normales? Por si no lo saben, al igual que el Príncipe Azul y el hombre ideal, el gay ideal no existe y sólo es un chivo expiatorio que muchos usan para continuar pululando de discoteca en discoteca o de sauna en sauna hasta que están tan viejos o solos, como para que nadie quiera quedarse con las sobras.
Seguramente si el gay ideal existiera como muchos lo imaginan, estaría tan solo como el resto, porque nadie encajaría con él debido a que tener una pareja casi perfecta es demasiado agotador.
He conocido algún que otro gay experto en justificar su promiscuidad y falta de compromiso emocional diciendo que han sufrido mucho en relaciones anteriormente fracasadas. Ya basta de tanta estupidez. ¿Quién no ha sufrido por amor? ¿Y acaso eso les da derecho a satisfacer sus pasiones sin considerar los sentimientos ajenos, considerando desechables los afectos y contribuyendo así al permanente círculo vicioso?
Las minorías sexuales deben entender, asumir e internalizar que promulgar una ley de matrimonio igualitario ya sea en Chile o cualquier otra parte del mundo civilizado, no es un deber de los gobiernos. Más bien es obligación de la comunidad GLBTI ganarse con constante esfuerzo ese derecho, no sólo exigiendo o marchando por las calles alegremente, sino realizando profundos cambios permanentes de actitud que tal vez no sean a corto plazo asimilados por las viejas generaciones de homosexuales pero sí, podrán ser incorporadas como sanos hábitos por los jóvenes que realmente crean en la estabilidad de carácter.
Basta de decir que cada quien puede hacer lo que quiera. Ése no es un derecho sino más bien, la más pura y básica expresión del egoísmo institucionalizado. Señoras y señores, cualquiera sea su orientación sexual, asuman de una vez por todas que nuestros actos tienen consecuencias siempre. Permanecer indiferentes ante el daño físico, mental o emocional que nuestro proceder pueda causar en terceras personas, es la absoluta confirmación de una deshumanización patente y el retroceso en la lucha por esa igualdad social tan ansiada por los individuos como manoseada por algunos pocos.
Dejemos a un lado los discursos políticamente correctos y comencemos a practicar consecuentemente lo que decimos. Contribuyamos positivamente a una sociedad incluyente basada en el respeto mutuo y una tolerancia verdadera, que vaya más allá de nuestros propios intereses individuales, sin ser confundida con un falso derecho al libertinaje.

No hay comentarios.:

Gracias por tu visita

Si llegaste a este blog y lo leíste, agradezco que me dedicaras un poco de tu tiempo.

Asimismo, te invito a dejarme tus comentarios, sugerencias, peticiones y críticas constructivas en los posts.

Por último, si te agradó, puedes añadir un vínculo de La Pluma Dorada en tu página web, blog, fotolog o espacio personal y así, colaborar al crecimiento de este humilde rincón. También te invito a convertirte en seguidor.

Espero tenerte de regreso; siempre serás bienvenido. Hasta pronto.

Yahya. Carlos Flores A.
Escritor chileno.