«Quien no conoce Estambul, no conoce el amor».

Yahya Kemal Beyatlı.

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Carlos Flores Arias – Yahya.

Escritor chileno.

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domingo, 21 de septiembre de 2014

Una foto a la depresiva sociedad moderna

Foto: Un joven trastornado pasea desnudo por una calle del Down Towm de Puerto Príncipe (Haití), días después del terremoto que asoló el país. La fotografía fue tomada el 4 de febrero de 2010. / CRISTÓBAL MANUEL.

¿Por qué la gente se deprime? Ismail me dijo una vez que todas las enfermedades psicológicas eran producto de la influencia demoniaca en el ser humano. Puede tener razón, porque una persona depresiva pierde el deseo de seguir adelante, viviendo y aprendiendo, disfrutando de lo que se tiene y agradeciéndolo. De hecho, hay que ser muy fuerte para hallarse en ese estado sin rendirse.
En esta sociedad materialista donde el consumo compulsivo de bienes materiales le ha robado espacio al desarrollo espiritual y las auténticas emociones, resulta un verdadero reto darle valor a lo intangible que muchas veces denominamos como la esencia de vivir, pero en pocas ocasiones apreciamos como corresponde.
cuando era pequeño, resultaba normal verme frente al televisor y llegaba un punto en el que mis padres me exigían compartir con la familia, salir con ellos un fin de semana o tener algún pasatiempo. Hoy las redes sociales y sistemas de mensajería instantánea han reemplazado en parte a la televisión y desgraciadamente se ocupan en gran parte de maleducar a los hijos, mientras los padres trabajan sin parar para consumir o estudian algún posgrado pretendiendo conseguir un ascenso, ganar más dinero, seguir consumiendo.
Es cierto que se me va la vida frente al computador y hago muy poco en el día mientras espero la respuesta de alguna editorial con respecto a mis novelas. Pero también es verdad que quienes trabajan con horarios de oficina o teniendo remuneración, dejan de vivir por trabajar y no les queda tiempo para nada. Es así como durante su niñez o buena parte de la adolescencia, los hijos sólo ven expresado el cariño paternal en obsequios cada vez más costosos pero a los cuales no se les tiene ningún aprecio. Criamos entonces a seres cada vez más insatisfechos emocionalmente, que exigen sin parar porque se les ha inculcado la idea de que aquel vacío afectivo podría en algún momento, llenarse con cosas materiales de las cuales, todas se acumulan en un rincón sin tener significancia alguna.
No nos damos cuenta de que mantenemos un sistema de crianza en el cual el niño crece solo, sin apoyo, desvinculado emocionalmente, padeciendo un leve autismo que se interrumpe únicamente cuando esta frente a la computadora. Este ser autómata procesa los valores morales del escaso ejemplo que ve en el diario vivir de su entorno familiar, las noticias o películas. Por ahí escuché que gracias al cine contemporáneo de acción, a los quince años una persona ya ha visto ochenta mil muertes violentas. No debería extrañarnos que un adolescente permanezca indiferente ante la actualidad noticiosa que acusa crisis bélicas en varias partes del mundo, pues el cine nos vende la imagen de asesinos a sueldo que sólo matan gente mala, viven muy bien y tienen vidas emocionantes por lo tanto, matar no debe ser tan malo.
Esto sumado al hecho de que la explotación sexual ya no se restringe sólo a la mujer objeto, que ya era algo catastrófico sino que ahora, además se ha erotizado increíblemente la presencia masculina en los medios de comunicación masiva y para entregar todo tipo de mensajes. Redunda esto en aumentar la incapacidad de vincularnos emocionalmente incluso nosotros mismos, que ya bordeando los treinta años deberíamos tener un criterio formado y no dejarnos influenciar demasiado por los cargados contenidos sexuales hasta para vendernos un champú. Con mayor razón entonces debería alarmarnos que niños de cuatro años ya estén capacitados para acceder a Internet porque están familiarizados con la tecnología de un modo sorprendente aunque funesto.
Si hoy vemos la paternidad en niños de diez años, no quiero ni imaginar qué sucederá más adelante con aquellos chicos que hoy a sus cuatro tiernas primaveras ya pueden ingresar a redes sociales, usar una consola de videojuegos e incluso enseñarles a sus padres. Me parece que vamos a pasos agigantados hacia una realidad social que cada vez será más difícil de manejar sino imposible y nos superará.
En este contexto y sin ánimo de ser alarmista, resulta lógico o hasta esperable que fenómenos como la depresión y la ansiedad en sus diversas variantes, ya no sean exclusivos de gente adulta sino que al contrario, se estén enfermando chicos cada vez más jóvenes. Eso sin detallar las enfermedades sistémicas como hipertensión, diabetes, bulimia, anorexia e inclusive el atroz cáncer que tanto nos asusta y con razón.
No quiero dejar pasar esta oportunidad para mencionar el hecho de que, aunado al factor de ausencia paterna en los hogares y con ello, la falta de autoridad moral, ahora nadie se ocupa ni preocupa de inculcar valores ideológicos de tipo religioso a los niños. Con excepción de las clases de religión que se imparten en cada colegio o liceo y de las cuales cualquier estudiante puede eximirse, no hay ningún reforzamiento desde el hogar. Por ello, estas clases que sólo se concentran en un catolicismo mal impartido, siendo muy deficientes en la enseñanza de otros credos, no bastan para despertar en el alumno un interés espiritual que pueda desarrollarse con el fin de combatir hasta cierto punto los embates mundanales del sistema.
Hemos llegado a tal indolencia, que nuestra capacidad de ser empáticos con el prójimo se ha visto reducida prácticamente a cero y si no me creen, vean pues otro fenómeno mediático incentivado por las redes sociales: antes si ocurría un accidente, todos nos sorprendíamos y hasta sufríamos el dolor ajeno; ahora podemos ver que alguien salta a las vías del tren subterráneo y en lugar de ayudarle, le tomamos una foto mientras los carros le pasan por encima, pera subirla a las redes sociales con algún mensaje informativo. Ahora todos nos creemos periodistas del minuto noticioso, pero somos incapaces de espantarnos, asombrarnos o conmovernos.
Hace pocos días leí en Yahoo! Noticias el titular de un matrimonio que arriesgó la vida de su pequeño hijo, poniéndolo al borde de un acantilado para tomarle una fotografía. Estuvieron a punto de matarlo y lo que más les importaba era obtener la captura. A veces culpamos a los demonios por nuestras desgracias y es tan fácil olvidar que la naturaleza humana tiene luz y oscuridad, pero la mayor parte del tiempo le hacemos más caso a lo segundo sin importar las consecuencias ni los sentimientos ajenos, porque nos mueven intereses egoístas.

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